Afortunados los que pueden saborear su soledad, los que son capaces de sacar provecho y paz.
El parque cada vez le parecía más pequeño. Conocía cada árbol, cada flor, la manera en la que los troncos se teñían de rojo cobrizo cuando los últimos destellos del día reflejaban en ellos.
Él mismo no sabía por qué lo recorría a diario, quizás porque nunca le fallaba, siempre estaba ahí para él, desinteresado, sincero.
Las últimas noches habían sido duras, su cabeza era un torbellino de sentimientos y emociones que jugaban con sus recuerdos. Eso no es bueno para nadie. Por momentos, perdía el control de su mente, abandonando por completo lógica y razón. Se veía envuelto en una especie de cruel ensoñación que le robaba las horas, en ocasiones demasiadas.
Aquel día necesitaba su paseo más que nunca, estaba nervioso, la ansiedad recorría su cuerpo como un escalofrío. Necesitaba contarle al parque lo que a nadie más podía, que fuera testigo de sus sentimientos más profundos. No hay mayor peso que el de la propia culpa, y él hacía demasiado tiempo que se sentía culpable.
Se dejó caer sobre la seca hierba, mirando el cielo despejado, preguntándose por qué lo veía nublado. No funcionaba, el parque no escuchaba más, esquivo, no era cómplice más.
Cerró los ojos, deseaba dormir, dormir para siempre y no despertar hasta que ella le quisiera rescatar.
Desde entonces sueña, ausente hora tras hora, aguardando paciente, evadiendo una noche más la realidad.