Y allí estaba yo, sentado, mirando mis pies descalzos al borde de la cama, sonriendo al comprobar que eran objeto de juego para mi pequeña panterita. Hay algo maravilloso en las mañanas de domingo, me refiero a los domingos tranquilos, a los que no precede una turbia noche o le sigue un ajetreado e insulso plan. Maravilloso, no sabría explicar muy bien por qué. Puede que esta percepción provenga de mi infancia, cuando alegre y despreocupado corría a abrazar a mis padres cuando sentía su despertar. Observaba embobado a mi padre, sentado al borde de la cama, como hoy estoy yo, mirando ausente la luz que conseguía escapar por los recovecos de una persiana aún sin ocultar. Es curioso que mi mente haya congelado esa imagen a perpetuidad, con todo detalle, su camiseta interior blanca, su barba brotando rebelde cuyo tacto siempre recordaré, su pelo anárquicamente desaliñado. Y allí estaba yo, esperando su último bostezo de domingo, momento en el cuál me acercaba para ser objeto de su amor y su cariño, un día cosquillas, otro un abrazo u otro una simple y cómplice sonrisa.
Por fin decido ponerme en pie, lento, oxidado, con el, ya habitual, crujir de mis rodillas. El olor a café recién hecho embriaga mi adormecido olfato y mi adorable podenco lanza sus patas a mis hombros mientras se despereza a mi costa, pero con todo el amor del mundo, dándome la bienvenida a este nuevo día.
Al llegar al salón allí está ella, feliz, despeinada, con una de mis viejas y enormes camisetas que jamás habría pensado que pudiera ser sexy en ninguna de sus formas. Sus rubios mechones saltan divertidos sin control, unos formando descuidados dibujos, otros cayendo por sus pechos como torrentes recién nacidos. También sus piernas, desnudas, sedosas, se muestran sugerentes y deliciosas ante mí. Clava sus ojos en los míos, con la mayor de las ternuras, sin borrar un ápice su pícara sonrisa, como de quien se siente segura de su efecto hipnótico.
—Buenos días amor.
Tres sencillas palabras, que en este contexto segregan endorfinas por kilos a mi organismo, adicto ya a esa sensación.
Normalmente contestaría su saludo con otras tres o cuatro amables palabras, me sentaría a su lado y desayunaríamos juntos. No hoy. Me quedé atontado, drogado, mirándola con detalle, mudo e inmóvil. Por un lado disfrutaba de mi dosis de endorfinas, por otro recreaba mis sentidos, pero rápido entendí lo que ocurría.
Mi mente estaba grabando esa imagen, como veinticinco años atrás con mi padre, congelando ese momento, esa sensación, asegurándose que durante el resto de mi vida, cuando yo quisiera, pudiese revivir ese instante a la perfección.
Me acerqué a ella, le di el mejor de mis besos y me senté agradecido y extasiado a su lado, un domingo más.
Gracias, le dije, o lo pensé, ya no lo recuerdo, pero esa, es otra historia.
lunes, 16 de diciembre de 2013
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